Culminada la conferencia sobre cambio climático organizada por la ONU en Glasgow, Escocia, son muchas las expresiones acerca de medidas o intenciones de propender a disminuir la emisión de Gases de Efecto Invernadero (GEI), de manera de evitar que la temperatura del mundo siga subiendo.
Los líderes en todos estos temas son los europeos, históricamente los campeones mundiales de la deforestación que, ahora, se rasgan las vestiduras y ponen cara de preocupación al ver otras regiones del mundo perder sus bosques. El caso emblemático es la Amazonía brasileña, pero hay otros territorios donde sucede algo similar, como algunos países de África o Asia.
Con la intención lógica de impresionar, la Unión Europea publicitó en estos últimos días que estarán plantando 3.000 millones de árboles antes de 2030. En primera instancia el número parece elevado, pero no lo es en absoluto. Estimando 800 árboles por hectárea (mucho más holgado que lo usual) son 3,75 millones de hectáreas, 0,09% de la superficie comunitaria. Por lo tanto, suena como si fuera mucho, pero respecto a los millones de hectáreas deforestados en ese continente, es la nada misma.
A la misma vez, Bruselas se plantea dejar de comprar productos en zonas donde se haya deforestado —legal o ilegalmente— a partir de este año. Apuntan, primero que nada, a Brasil.
Un fin que, en principio, parece loable, pero que, en realidad, se trata de una de las tantísimas barreras proteccionistas que a lo largo de décadas ha impuesto Europa para impedir que producciones más eficientes compitan con toda la ineficiencia propia. Una gran hipocresía que muchos compran.
Históricamente Europa —entre varios más— ha impuesto barreras no arancelarias en el sector de alimentos para amortiguar o eliminar la competencia de productores más eficientes. Las exigencias son cada vez mayores. Ahora han encontrado la excusa perfecta por el lado del cambio climático y el calentamiento global. No importa que el metano tenga un ciclo en la atmósfera que permite que se vaya eliminando —contrariamente a lo que sucede con las emisiones de anhidrido carbónico de la quema de combustibles fósiles—, hay que tomar medidas para reducir la producción de carne mediante el desaliento de su consumo. Vaya casualidad, Europa es mucho menos eficiente que otras regiones del mundo en esa producción.
Las exigencias europeas son como el horizonte: por más que se avance, siempre queda lejos. Los escollos que se vayan salvando, serán sustituidos por otros que serán más difíciles aún. La necesidad de reducir la emisión de GEI les vino como anillo al dedo para sus propósitos que, en realidad, son otros.